‘Una historia de MONTERO| ARAMBURU’, por Armando Fernández-Aramburu León (socio fundador).
Dicen que cuando el hombre se ocupa más del pasado que del futuro empieza a envejecer. De acuerdo con esta opinión, diríase que en la tarea de bosquejar la historia del bufete Montero | Aramburu, al poner mi pensamiento en el recuerdo del pasado, estoy envejeciendo, aunque sea brevemente. Pero no es así, porque el que historia algo, lo hace no porque no le interese el futuro, sino porque toma como objeto inmediato de su pensamiento la interpretación de cualquier parcela del pasado, más o menos cercana en el tiempo, más o menos importante o trascendente. Yo estoy envejeciendo desde luego, pero por el transcurso del tiempo, no porque trate ahora de esbozar la historia del bufete que fundamos a fines de 1971 mi compañero —desgraciadamente ya fallecido— José Luis Montero Gómez (Salamanca, 1928) y yo, Armando Fernández-Arámburu León (Sevilla, 1926).
He de comenzar diciendo que la historia de nuestro bufete es la historia de nuestras propias vidas, porque contempladas éstas ahora desde arriba, con amplitud de miras, con perspectiva histórica, podría decirse que nuestro bufete se retrotrae en el tiempo a una fecha anterior a la de la propia fundación del mismo (repito, a fines de 1971). Entonces, podríamos decir que el período de tiempo anterior a la fecha estricta de la fundación podría ser considerada como la “pre-historia” del despacho, y ello porque la materia jurídica que habíamos de tratar como abogados en ejercicio era absolutamente la misma que veníamos tratando desde hacía 18 años como Inspectores al servicio de la Administración del Estado, José Luis como Inspector Diplomado de los Tributos, y yo como Intendente al Servicio de la Hacienda Pública. Así que ambos seguimos trabajando, sin solución de continuidad, en lo mismo que lo veníamos haciendo, sin otro cambio que el de quién era el destinatario de nuestros servicios, la Hacienda Pública primero y la clientela privada, después. Es decir el otro lado de la relación jurídico-tributaria. Pero, ¿quién podría considerar ese período anterior como inconexo, aislado del segundo —ya establecidos como abogados en ejercicio—?
En efecto. Antes y después de la excedencia trabajamos en la búsqueda leal de la verdad jurídica, que en nuestro caso se traducía en la justicia tributaria. Yo no hice o instruí jamás un acta de inspección sin tener certeza personal de que me asistía la razón jurídica. Y podría citar testigos de las muchas veces que entregaba a la empresa inspeccionada un dictamen escrito de los puntos de vista jurídicos en que fundamentaba mi postura para actuar, dejando pendiente mi actuación de la hipotética réplica que pudiera darme el contribuyente.
Nuestro trabajo en la nueva etapa siguió siendo fundamentalmente serio, honesto y muy basado en dictámenes escritos. Sabíamos que esos dictámenes circulaban de mano en mano en el mercado, pero no temíamos ni a la crítica ni a la competencia desleal, aunque los escritos pudieran tener un error de enfoque, o pudieran ser discrepantes con otros, porque la verdad jurídica es esquiva, como la verdad científica y cualquier otro tipo de verdad.
Nuestro método de trabajo educó, incluso, a veces la conducta tributaria de muchos clientes. Recuerdo que hubo un importante comerciante que se fue del despacho porque decía que, en sus reuniones con los demás empresarios de su gremio, el único que pagaba impuestos era él. Y nosotros no tratamos de retenerle, porque no nos interesaban esas mentalidades.
Tuvimos siempre por norma tratar con el mismo interés y respeto al contribuyente poderoso que al modesto, y un problema cuantitativamente importante que uno de pequeña cuantía. He de recordar que un día recurrimos, con indiferencia del interesado por su pequeña cuantía, una multa injusta de 2.000 pesetas. Nosotros pagamos la multa y ganamos el recurso en la vía contencioso-administrativa, aunque las 2.000 pesetas que devolvió la Administración las cobró el cliente.
Nuestro Despacho se caracterizó desde sus comienzos por la afectuosidad y humanidad en el trato con los clientes, que hacía difícil la ruptura por cualquiera de las partes. Este calor de trato, este aspecto de la relación personal con la clientela, continúa estando en primer plano, y es lo primero que se trata de inculcar a los jóvenes profesionales que se incorporan a nuestro colectivo. Yo recuerdo que un día contesté en verso y jocosamente una carta que recibimos de un cliente muy anciano (ya dolorosamente desaparecido), que era además exquisito en su trato, en la que se quejaba muy educadamente de que le parecía alta nuestra minuta de honorarios. Nuestro trato con él era tan cordial, dentro del gran respeto que le teníamos, que no hay mejor manera de probarlo que el hecho de permitirnos contestarle en verso, broma que él aceptó con el señorío y educación que le caracterizaban.
Mención especial merece el colectivo todo que integra nuestro bufete, socios, abogados y administrativos, algunos ya muy antiguos, que con su formación, conducta y espíritu de trabajo han contribuido a consolidar las características que han quedado descritas.
La historia de un despacho de abogados no se compone de acontecimientos o sucesos que delineen su contorno, como ocurre con la Historia (con mayúscula). Sin embargo, profundizando en la evolución que se ha producido desde los comienzos, hay que poner de relieve un hito que puede considerarse histórico, que es cuando, allá por 1992, se llegó a la conclusión de que no podíamos crecer si no expandíamos la gama de especialidades jurídicas que podíamos abarcar con garantías de solvencia. Y ese crecimiento no tuvo por objeto tener más clientes, o ingresar más dinero, sino sólo prestar al cliente un servicio integral que le permitiera resolver cualquier tipo de problema jurídico sin tener que llamar a otras puertas. La tarea pudo llevarse a cabo gracias al dinamismo y capacidad de trabajo del actual cuerpo social, que ha sabido compatibilizar dicho crecimiento con la conservación de la impronta de seriedad y calidad humana que fue siempre signo distintivo, emblema de nuestro colectivo.
El bufete Montero | Aramburu sigue siendo una gran familia, y esto es lo que más enorgulleció a José Luis Montero y me enorgullece a mí, porque se ve en el colectivo la impronta que quisimos verdaderamente imprimirle, ni más ni menos.
Sevilla, marzo de 2004.
José Luis Montero Gómez (Salamanca, 1928, Sevilla, 2000), se licenció en Derecho por la Universidad de Salamanca en el año 1949 , y perteneció al Colegio de Abogados de Sevilla desde el año 1971.Como funcionario del Ministerio de Hacienda, inició su carrera administrativa en Ceuta en el año 1951 al ganar las oposiciones al cuerpo de Técnicos al servicio de la Hacienda Pública.Tras permanecer un año en su primer destino, en el año 1952 obtuvo traslado a la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, en donde preparó y ganó las oposiciones al Cuerpo de Diplomados de la inspección de los tributos, el equivalente a los actuales inspectores de hacienda del estado, Cuerpo al que se incorpora tomando posesión en el año 1954, siendo adscrito a la Delegación de Hacienda de la ciudad de Logroño. Mediante concurso de traslado, en 1955, obtiene una plaza como Diplomado de la inspección de los tributos en la Delegación de Hacienda de Santa Cruz de Tenerife.Por su parte, Armando Fernández-Arámburu León (Sevilla, 1926-2015) obtuvo el título de Intendente Mercantil por la Escuela de Comercio de Sevilla en el año 1945, e ingresó por oposición en el año 1955 en el Cuerpo de Intendentes al Servicio de la Hacienda Pública, el equivalente a los actuales inspectores de hacienda del estado, también conocido como liquidadores de utilidades, que se encargaban, principalmente, del control de las liquidaciones del Impuesto sobre Sociedades; como inspector obtuvo su primer destino en el año 1955, en la Delegación de Hacienda de Santa Cruz de Tenerife.Allí conoce a José Luis Montero y coinciden ambos en sus respectivas plazas de inspectores durante 8 años, hasta que en el año 1962 Armando obtiene su primer destino en la península, concretamente en Cádiz, ocupando una plaza de inspector en la Delegación de Hacienda gaditana.Un año después, en 1963, José Luis también abandona Santa Cruz de Tenerife para incorporarse a su quinto y último destino, como inspector, en la Delegación de Hacienda de Sevilla, incorporándose Armando también a esa Delegación en el año 1966.Fueron otros 5 años trabajando juntos para la Hacienda Pública hasta que en el año 1971 José Luis y Armando solicitan la excedencia para fundar MONTERO|ARAMBURU ABOGADOS e iniciar una nueva etapa profesional tras 18 años como inspectores al servicio de la Administración del Estado.Armando se licenció en Derecho por la Universidad de Sevilla en el año 1971, obtuvo en el año 1976 el título de Censor Jurado de Cuentas y desde enero de 1972 pertenece al Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla. Desde 2004, ocupaba la Presidencia de Honor de la Firma.